Una
vieja bruja vivía en lo más recóndito y profundo de un bosque. Nadie la
había visto nunca pero allí estaba su casa, oscura y derruída,
esparcidos aquí y allá los huecesillos de los animales que cazaba con
sus propias manos y devoraba crudos para dejarles las vísceras a los
cuervos que siempre rondaban el sitio y una especie de tronco ahuecado
en el que se decía que se recostaba en los atardeceres cuando se echaba
allí a entretejer ramas hilos plumas y
cuerdas. Sólo se conocía a su ayudante, una renga retrazada y fea de
edad indefinida que iba al pueblo de vez en cuando para comprar velas,
tela, frutas frescas y enseres y que cambiaba lo adquirido no por dinero
sino por atrapasueños vistosos y bonitos que tal vez confeccionara
ella, la bruja o las dos para procurarse aquello que necesitasen. Un
día, una de las niñas de ese pueblo cercano desapareció. A los pocos
días una segunda niña y una tercera también se esfumaron y no pocos
pensaron en la bruja a la que se toleraba porque nunca se había metido
en realidad con nadie pero sobre la que corrían leyendas espantosas.
Cuando a todos les estaba por ganar la desesperación porque ya faltaban
como seis criaturas, un viernes al atardecer apareció la primera niña
que había desaparecido con una demanda: Si los vecinos querían que todas
las chicas volvieran, los habitantes de la aldea deberían devolver
todos los atrapasueños adquiridos a lo largo de años que hubiera en el
sitio. La gente no dudó en hacer el trueque, la voz fue corriendo de
casa en casa y en menos de una hora se llenó de atrapasueños un gran
baúl que la niña se llevó por donde había venido, si es que había venido
de algún lado. Antes de media noche las jovencitas habían vuelto pero
una serie de cosas raras comenzaron a ocurrir. Las personas había dejado
de ser personas, eran mas bien máquinas carnosas que hacían cosas
rutinarias, se hablaba poco, nada tenían que decirse los unos a los
otros. Aunque habitado, el sitio se empezó a transformar en una suerte
de pueblo fantasma. Las familias cenaban en silencio, decían
mecánicamente sus oraciones y se dormían todos para al día siguiente
volver a sus rutinas incambiables. Los que se enfermaban no llamaban al
médico, se dejaban morir para que los enterrara otro, pero los demás
tampoco los enterraban, porque la cama o la tumba eran sitios igual de
adecuadaos para que se pudriera un cuerpo...
Pasado
casi un mes de estos sucesos, antes del amanecer
de un domingo arribó al lugar Vito, un vendedor ambulante. Como siempre
comenzó a instalar su puesto en la oscuridad de la madrugada aunque
notó que un olor desagradable y podre reinaba en la zona. Con las
primeras luces del alba se percató de que la plaza no era la de siempre:
Había llovido en la región durante la semana anterior y el sitio estaba
inmundo. Hojas arrastradas por la tormenta,
ramas caídas, objetos varios arrastrados por el viento que habían
quedado tirados por ahí, charcos de lodo y hasta pájaros muertos. A las
nueve de la mañana la feria todavía no se había armado y si bien vio
pasar gente, de lejos observó a las mujeres desgreñadas, a los hombres
barbudos, a los niños sucios y desharrapados caminando con paso lento,
casi todos cabizbajos quién sabe hacia dónde o a hacer qué.
Un caso aislado sin embargo llamó un rato después la atención: En la puerta de su negocio, la funeraria, Raimundo el enterrador barría enérgicamente la vereda como siempre y su mujer un poco más adentro lustraba un féretro vestida con atuendo de domingo. Vito dejó su puesto y se acercó a preguntarle a Raimundo qué era lo que pasaba con el pueblo y con los vecinos, y éste le refirió los hechos y su punto de vista. Para él esto había sido una maldad de la hechicera que, quién fuera a saber en función de qué oscuro maleficio, había dejado así a la gente, un tanto "desmotivada". Vito preguntó al sepulturero si sabía por qué él no se hallaba "enfermo" como los demás a lo que el hombre le respondió que aunque algunos vecinos le habían querido regalar alguno alguna vez él los había rechazado porque su señora era alérgica a las plumas que son lo que generalmente cuelga de estos curiosos artefactos.
Después de escuchar todo esto Vito se rascó la barbilla y sintió lástima no tanto por el pueblo sino por una vecina en particular, una dama muy simpática que siempre lo saludaba con un guiño y le coquetaba un poco, a la que había visto pasar convertida en menos que un despojo humano. Por esta razón más que ninguna otra decidió que iría a hablar seriamente con la bruja.
Un caso aislado sin embargo llamó un rato después la atención: En la puerta de su negocio, la funeraria, Raimundo el enterrador barría enérgicamente la vereda como siempre y su mujer un poco más adentro lustraba un féretro vestida con atuendo de domingo. Vito dejó su puesto y se acercó a preguntarle a Raimundo qué era lo que pasaba con el pueblo y con los vecinos, y éste le refirió los hechos y su punto de vista. Para él esto había sido una maldad de la hechicera que, quién fuera a saber en función de qué oscuro maleficio, había dejado así a la gente, un tanto "desmotivada". Vito preguntó al sepulturero si sabía por qué él no se hallaba "enfermo" como los demás a lo que el hombre le respondió que aunque algunos vecinos le habían querido regalar alguno alguna vez él los había rechazado porque su señora era alérgica a las plumas que son lo que generalmente cuelga de estos curiosos artefactos.
Después de escuchar todo esto Vito se rascó la barbilla y sintió lástima no tanto por el pueblo sino por una vecina en particular, una dama muy simpática que siempre lo saludaba con un guiño y le coquetaba un poco, a la que había visto pasar convertida en menos que un despojo humano. Por esta razón más que ninguna otra decidió que iría a hablar seriamente con la bruja.
No hay comentarios:
Publicar un comentario