jueves, 23 de mayo de 2013

ESAS VIEJAS DE LOS GATOS (Cuento) Parte 1



  Esas viejas de los gatos.
                                                                                          “Chat, chat, chat
                                                                                            Chat blanc, chat noir, chat gris”
                                                                                                            Paul Eluard

                                                                                
     Chloe Irma Peña Sosa, uruguaya, viuda sin hijos de 56 años de profesión radióloga dental se despertó una mañana de enero a las cinco y veinte (4:20 AM hora solar) porque uno de su catorce gatos (Gerónimo concretamente) lloraba fuerte y se levantó a calmarlo.
    La noche anterior los servicio meteorológicos de todos los canales habían anunciado otro día de calor insoportable, y estaba sin aire acondicionado en la casa. Tomó sus fibras y sus remedios flebotróficos para prevenir várices, edemas y hemorroides con mucha agua mineral Tánger etiqueta negra, y con lo que había en el bidón de cinco litros llenó también la ensaladera de cristal, que había sido de su abuela donde ahora calmaban su sed los felinos. Se metió en el baño, cagó muy bien, limpió el baño  y luego se duchó y se lavó la cabeza y se cepilló  los dientes. Se vistió con una remera y un pantaloncito. Luego fue a la cocina -aún no había amanecido - y mezcló un kilo de arroz cocido en caldo de pollo con dos quilos de nalga picada magra. Ralló ocho zanahorias en la procesadora y lo agregó a la mezcla. Sazonó esto abundantemente con calcio en polvo, sal (poca) y queso rallado. Probó la comida, la consideró aceptable y la repartió abundantemente en catorce platos de té willow que le había comprado a un anticuario, guardó el resto en la sopera del juego y lo puso en la heladera y llamó desde la ventana a sus nenes que concurrieron de inmediato desde todos los techos de la vecindad. Esto, por supuesto, despertó a todos sus vecinos que estaban furiosos con esa costumbre matinal pero le tenían miedo porque había proclamado que si le mataban a un gato dejaba sin pájaros la zona a seiscientos metros a la redonda. Mientras los miraba comer con amorosa ternura escuchó ladridos, recordó al paseador de perros. Una sola palabra salió de sus labios: "imbécil” y pensó que seguramente a las ocho pasaría por la puerta y hasta podría llamar. Lavó todo mientras se hacía su propio desayuno: Te con leche con tostadas de pan negro queso magro y miel y ensalada de frutas. Lo tomó. Encendió la lavadora para lavado largo en la que había sábanas, tohallas, ropa interior y la túnica de trabajo del día anterior. Se puso el guante con espinas de goma y uno a uno cepilló como si los acariciara a cada uno de sus bebés. Mientras tanto en el horno se hacía un pollo. Después del rascado lo sacó y lo trozó. Fue a la azotea y colgó toda la ropa. Barrió los pelos que quedaban en el piso. Fue al almanaque y vio que era diez de enero. En la fecha once había un anuncio rojo que decía "¡ANTIPULGAS!" Miró la hora: "no, la veterinaria debía estar cerrada todavía". Fue a buscar el recibo del servicio del prepago de salud de los pequeños. Abrían recién a las nueve. Encargaría las catorce pipetas, comida en granos de la buena (con la cobradora de la clínica veterinaria, unos días antes habían calculado que el kilo de alimento gatuno costaba más que la suprema de pollo, aunque rendía.) y un par de juguetitos para los dos mininos nuevos. No debía olvidar antiparasitario y una jeringa mata-cucarachas aunque los nenes mataban entre una y dos por noche. Preparó una ensalada de lechugas crespas con tomate y cebolla. A las ocho menos veinte sintió que una uña del pie le molestaba. Tomó unos alicates y mientras la arreglaba notó que tenía un poco hinchados los tobillos. Escuchó por la zona al paseaperros.  Decidió que prepararía una ensalada de atún también pero luego porque se tiraría en la cama con las piernas hacia arriba apoyadas en la pared. Cuando iba a guardar la lechuga en la heladera vio unas masas horneadas de  merengue azucarado y coco rallado, a las que llamaba "coquitos" y se tentó, sacó dos. Eran su pasión porque le recordaban al coco que comía de chica cuando su padre trabajó un tiempo en el Brasil. Abrió todas las ventanas para que se aireara la casa. Echada en la cama con las piernas bien para arriba, las pantorrillas y los muslos placidamente frescos por la temperatura de la pared expulsó a Guity que quería subirse sobre su barriga. El primer coquito estaba un poco rancio, lo atribuyó al calor y disculpó al panadero; de chica algunos cocos tenían ese gusto también, los mal passados. El otro estaba perfectamente fresco y lo devoró metiéndoselo casi todo en la boca. Otra vez Guity buscaba subírsele encima. No, linda, demasiado calor. Sintió que se había atorado, que se había atragantado con esa bola semimasticada de coquito. No pudo hacer mucho, apenas logró bajar las piernas y enrollarse en la cama luchando por aire. Miró el reloj que se le insinuaba con descaro: Ocho treinta. (7:30 AM hora solar). Pensó: "Me muero".

             
   

      Después de una hora de viaje en un ómnibus atestado, llegó al consultorio María del Carmen Acosta Acosta, oriental, casada de 49 años madre de dos hijos de 19 y 24. Le llamó la atención que siendo las nueve menos cuarto estuviese cerrado porque la vieja loca abría en verano a las ocho y media. No había nadie esperando por suerte y entró con su propia llave. Mejor le hubiera dado vacaciones la enferma porque desde principios de año no había ido nadie. Limpió el baño, abrió la ventana, se puso a leer una revista y olisqueó pis de gato en el cubículo de esconderse de la radiación. Hipoclorito de sodio no había más.
    Golpeó la puerta que comunicaba al fondo con la casa de Chloe pero no halló respuesta. También tenía llave y entró. Todo estaba en orden. Fue a la cocina y picoteó un poco de pollo pero sintió culpa y lo guardó en la heladera. Por la ventana abierta se veía la sombra de la ropa tendida arriba. El baño estaba vacío, se empezó a preocupar porque Chloe hacía como diez años o más que no salía a la calle. Los gatos muy tranquilos. La basura llena de pelos, los había cepillado como siempre. Una cuca muerta en el pasillo le dio asco. Abrió la puerta del cuarto y vio que sobre la cómoda estaba la peluca de Chloe en la cabeza de espumaplast.  Miró en la cama y la vio, se acercó y estaba muerta entrando en rigidez. Cara con ojos de atorada. Bueno, pensó, porque de algo hay que morir. ¿Qué iba a hacer? "En estos casos se llama a una ambulancia o a la policía", discurrió. Mas luego se dijo que a la ambulancia, era ridículo llamarla. En cuanto a la policía jamás porque su marido era, justamente,  policía y si los llamaba seguro que se iba a terminar enterando de su paradero y la iba a ir a buscar e iba a pasar, como mínimo, lo que pasa siempre: La iba a matar a ella y después se iba a pegar un tiro él. Allí fue tomando cuerpo la idea de ocupar la identidad de Chloe. Por eso y por la plata de Chloe. Mucha plata. "Vieja de mierda, morirse ahora, en que lío estoy" pensó. Bueno, con ella había sido buena, le había dado trabajo  aun conociendo el riesgo de albergar a una fugitiva. En el fondo quería llorar, pero no podía darse ese lujo.



      Como señora sola que era, Chloe tenía sus gatos, su trabajo, sus ahorros para una vejez digna,  sus propiedades y nada más. Bueno, algo más tenía: Una agenda en la que anotaba absolutamente todo para no olvidarse, y una caja repleta de medicamentos. Tenía la internet en la que jugaba el jueguito  de los corazones con otras gentes que usan nombres falsos y un primo preso por homicidio especialmente agravado en Córdoba, Argentina el que a su vez tenía dos hijos que eran los que vendrían corriendo a saquear todo "si yo me muero mis sobrinos van a venir a saco, Carmencita, pero se las voy a hacer difícil" había dicho cada vez que cada seis meses llamaban con una excusa pueril y ofensiva para la inteligencia para ver si aún vivía.
    El primer problema para sustituirla era deshacerse del cuerpo: "Con estos calores..." Chloe era liviana, María del Carmen la llevó a la bañera y abrió la ducha. Fue a la cocina en busca de una trincheta e hizo pequeñas incisiones en cuanta arteria sabía que existía. Mientras algo se llevaba el agua cerró el consultorio colocando un cartel: "Cerrado por duelo" en el que había pegado la foto de un gato, escrito una dolida oración fúnebre y dibujando unas flores. Ningún vecino sospecharía.
   Cerró la casa y se fue a la avenida. Compró en una librería cinco trinchetas. Primera cosa reducirla a fragmentos más pequeños. Empezaba a sentir pena pero se decía "Es mi oportunidad. Ahora o nunca. Si me saco el cuerpo de encima, me visto con su ropa, aprendo a falsificarle la firma y sigo con su vida, desaparezco del todo, consigo plata y vivo tranquila. En la agenda están todos los códigos, la peluca me queda, la cédula es vitalicia, muestras de su letra hay, la firma es fácil, lo de las radiografías lo sé hacer y a los gatos... (Me parece estarla escuchando: "los gatos son animalitos muy sensibles, Carmencita") a los gatos los seguiré tratando a cuerpo de rey y si alguno se pone mal llamaré al veterinario. Unos lentes de contacto verdes voy a necesitar."

   Experta en el arte de trinchar los animales que su marido de joven cazaba con sus amigotes borrachos y violentos, María del Carmen no halló dificultad en desmembrar a Chloe. Antes de desnudarla se impuso hacerle la Extrema Unción. Y cuando empezó a sacarle la ropa holgada que mojada y adherida al cuerpo dejaba traslucir un cuerpo menudo aunque fibroso sintió pena de nuevo. Algo la sorprendió: Chloe tenía ropa interior cara y sexi, y esas lolas eran silicona. ¿Quién lo hubiera dicho? (Continuará)

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